Evidentemente, la educación de hoy en día no es la misma que la que recibimos los que nacimos el siglo pasado. Todo a nuestro alrededor es– según la mercadotecnia –súper plus, renovado, light y/o lo último en tecnología. Los padres de familia enloquecemos buscando la mejor opción para educar a nuestros hijos.
Comparamos escuelas en aspectos como planes de estudio, instalaciones, cuántos idiomas manejan, el tipo de amigo que tendrían, si es internacional o no, entre otros. La lista puede llegar a ser interminable, y la verdad es que cada quien es libre de tomar esa decisión de acuerdo a sus prioridades.
Tendemos a sobre-analizar y muchas veces, con mucho esfuerzo, enviamos a nuestros hijos a la escuela que creemos que tiene la mejor proyección, el mejor plan de estudio o la que tiene conexiones con instituciones internacionales que esperamos puedan asegurar el futuro de nuestros hijos en el extranjero. En pocas palabras, buscamos una educación que le inculque a nuestros hijos que todo es posible y que pueden soñar con viajar a Marte. Espero no me malinterpreten, ¡qué padre llegar a Marte! Pero… Y ¿todo lo que sucede aquí? Qué padre empacar e irme a Marte, pero… ¿Y después?
Me encantaría decirles que la mejor educación que nuestros hijos pueden recibir es gratuita, pero no… Eso cuesta. Cuesta sudor y lágrimas, pero eso no lo encuentras en ninguna institución.
Sí, así de fácil. No viene de aquella escuela certificada, no viene de la que tiene la colegiatura más alta…
La mejor educación que tus hijos, los de ellos y los míos puedan tener, viene de casa.
Efectivamente, no existe un hilo negro. La garantía de tener hijos resilientes, capaces de ir y venir de Marte, está implicita y es directamente proporcional a la calidad de tiempo que pasas con ellos. La mejor educación está en el intento y ejercicio diario de modelar con firmeza y amor los valores que queremos que ellos vivan y compartan el día de mañana.
Sé lo que estás pensando… “Todo eso suena muy bonito por escrito, pero ¿cómo se logra?”
Sí, a veces lo único que queremos es salir corriendo en un grito de desesperación. Vaya, que también es sano desahogarnos, porque siendo muy realistas, la tarea de ser padres a veces es incomprendida por los hijos y no necesariamente nos lo van a agradecer (al menos no en un corto plazo). Nuestros hijos no tienen idea de por qué hacemos lo que hacemos. En su mente hay un constante “Ay mami, ya vas a empezar”.
Pero está en nosotros.
Sabemos que tenemos un fin: queremos que sean felices, que estén bien y que sean seres humanos resilientes y coexistentes con el mundo.
No nos queda más que obligarnos a ser el modelo de persona que nos gustaría que ellos fueran. Darles la confianza de cometer errores, permitir que se equivoquen y tenderles la mano cuando sea necesario para levantarse. Educarlos con libertad de explorar lo que les gusta y lo qué no a través de vivencias guiadas.
Nuestros hijos deben sentirse como elemento fundamental y funcional dentro de nuestro núcleo familiar compartiendo responsabilidades y logros. Nosotros, sus madres y padres, nuestro nicho, nuestras risas y nuestro amor son el mayor elemento en su vida.
¡Marte se quedará corto!
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