“Sigue Cristina, adelante, y aunque el estudio te abrume, estudia, estudia constante, que la belleza ignorante es una flor sin perfume”.

 

Esta estrofa, parte de un poema de Antonio Plaza Llamas, estará por siempre en mi memoria junto con los mejores recuerdos de mi niñez, cuando visitábamos la casa de mis abuelitos maternos. Juan y Juanita, ambos maestros de profesión y de la vida, nos repetían incansablemente esta frase cada vez que alguna de sus nietas nos quejábamos por las tareas y deberes de la escuela.

 

Visitar la casa de mis abuelitos era como ir a la aventura. Tenían al frente de la casa una tienda, administrada y atendida por mi abuela, en donde tuve mis primeras lecciones de administración y de finanzas. “Peso que no da peso, no es buen peso” nos decía mi abuelita, a los 7 años ya había entendido el concepto de retorno sobre la inversión.

 

Pero si te cansabas de aprender de negocios, siempre estaba la opción de salir al patio, era como salir de expedición al campo dentro de la ciudad. Ahí aprendimos a darle de comer a las gallinas, recoger huevos sin morir en el intento, cuidar cabritos, sembrar tomate, elote, plantas de chile y hierbabuena. Trepábamos a un árbol para cortar unos frutos deliciosos llamados jujubes y merendar, sentados sobre unas piedras grandes que estaban al final del patio, desde donde se podía observar el río Monclova y escuchar el paso del agua que, aunque poca comparada con otras épocas, nos recordaba siempre que todo fluye y por eso hay que atesorar cada momento.

 

A la hora de la cena, sentados en el comedor, escuchábamos sucesos de la historia contados a detalle por mi abuelo, un ávido lector, que gracias a lo que aprendió al cúmulo de libros de su biblioteca podía describir lugares de París sin nunca haber estado ahí; repetir con exactitud diálogos entre Pancho Villa y el General Rodolfo Fierro como si hubiera formado parte de la tropa o relatar lo sucedido en Guadalajara en 1858, cuando Guillermo Prieto, cubriendo con su cuerpo al presidente Benito Juárez, lo salvó de ser fusilado al dirigir enérgicamente al pelotón que intentaba asesinarlo la siguiente frase: “Alto, los valientes no asesinan”

 

Mis abuelos fueron hijos de la revolución; crecieron y se hicieron a sí mismos, en la cultura del esfuerzo, del trabajo y de un profundo amor por México. Estaban convencidos de que, si brindaban mejores oportunidades de educación a sus hijas, además de asegurarles un futuro mejor, podrían contribuir a la formación de una familia entera, y esto a su vez, colaboraría en la construcción de una mejor sociedad y un mejor país.

 

Sé que muchas personas como yo, tuvieron el privilegio de convivir, disfrutar y aprender con sus abuelos. Creo que muchos problemas actuales se podrían aminorar si pusiéramos en práctica lo aprendido con ellos. A mí en lo particular me alienta saber que creían en mí, en que podía ser capaz de lograr cualquier cosa que me propusiera y me alegra que inculcaran en mí el valor de la responsabilidad, no sólo para buscar mi progreso y el de mi familia sino también el de México.

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