Uno de mis mayores temores era morir. Y no por el hecho de que le tuviera miedo a la muerte, si alguien era consciente de que en algún momento de la vida teníamos que morir era yo. No, lo que me causaba pánico era que al morir, mi hija, descubriera lo que le he ocultado toda la vida. Y heme aquí, muerta, y no solo eso, venir a morir por un susto, ¡un susto! Estúpido terremoto, tenía que tomarme por sorpresa cuando me estaba bañando. Y ahora, mi cuerpo está tirado sobre el piso de la regadera, y para colmo, tenía que morir cuando estaba de vacaciones en casa de mi hija.

Gracias a Dios, la primera que entra al baño es mi hija, lo último que quería era dejar una cicatriz emocional en mi nieta, ya tendrá las suyas cuando le toque enterrar a su madre. No puedo más que sentirme orgullosa ante su reacción, un poco nerviosa y temblando, cierra la llave de la regadera, se hinca junto a mi, me acomoda, toma mi pulso, no grita, lo que hace es cubrirme con la bata de dormir y sale en busca de su marido, que es médico, y aunque es cirujano, imagino que algo debe de saber de primeros auxilios, llega a mi lado, me examina y confirma con la mirada lo que mi hija sabía ya, me toma con cuidado entre sus brazos, me acomoda en el piso del baño, y se vuelve para decirle a mi hija un sincero “lo siento”, las lágrimas empiezan a recorrer sus mejillas mientras él la abraza durante lo que parecen ser horas, después tomar aire y salir del cuarto de baño, y aunque puedo seguirla, prefiero no moverme, no soportaría ver a mi nieta recibir la noticia, así que me quedo junto a mi yerno, quien empieza a hacer llamadas telefónicas, imagino que a gente que se encarga de este tipo de situaciones. Me siento en el escusado y me observo, pálida, y no puedo dejar de pensar, en lo cobarde y estúpida que he sido, siempre dejando todo para el final, ahora se enterará por quién sabe quién, cuando mi obligación era decírselo cuando estaba viva.

Hasta ese momento todo transcurría con calma, trasladarían el cuerpo a mi ciudad natal, donde estaban todos mis amigos y parientes, los que quedaban vivos al menos, y donde ella había pasado su niñez y adolescencia. Acompañé a mi hija en cada movimiento que realizaba, y no dejaba de impresionarme. Por más que trataba, no podía recordar todo lo que había tenido que hacer cuando mi viejito murió, Dios, me pregunto si él me habría visto como yo veo a mi hija ahora, solo que en lugar de ser fuerte como ella, fui débil, él vio a una vieja desvanecerse y quedarse postrada en cama por días lamentando su muerte, la carga de haberlo perdido fue demasiado grande, mi viejito. Me pregunto dónde estará ¿seguirá vagando por nuestra casa como ahora lo hago yo alrededor de mi hija? De alguna forma ese pensamiento me puso un poco feliz, si yo estaba aquí, entonces el debía seguir en esta especie de vida después de la muerte; eso hizo que el viaje de regreso a casa fuera un poco más reconfortante.

La llegada a la funeraria fue algo “burocrática”, pasar por un mundo de papeleo, me pregunto porqué harán pasar por esto a las personas que acaban de perder un ser querido, todo debería de ser más sencillo y más… humano, está bien que seas un cadáver, pero la gente me trataba como un paquete de correo cuyo destino era tres metros bajo tierra en el código postal del cementerio.

Acompaño a mi hija a escoger el féretro, y después de un sin fin de trámites, mi cuerpo se expone en una pequeña salita, me llena un poco de orgullo la cantidad de gente que llega, no puedo evitar sentir mariposas en el estómago, “bonita cosa, la señora de ochenta y tantos conmovida y queriendo llorar”; una a una amigos y familiares le daban a mi hija y a mi nieta junto a mi yerno, el pésame por mi partida. Muchas personas se acercaban a mi, bueno, a lo que era mi cuerpo y empezaban a hablarme, y aunque me sentí una intrusa escuchando conversaciones que no debía, aquellas secretas palabras de despedida al final de cuentas iban dirigidas a mi, creo que se alegrarían de saber que las escuché. Escuché un poco de todo, agradecimientos por amistada, por favores, y después de un par de horas, decidí dejar mi ego con mi cuerpo y regresar al lado de mi hija, quién, estoica, aguantó la avalancha de gente y fue atenta con todas y cada una, les dedicó tiempo sin hacer menos a nadie, y en ningún momento se doblegó ante el féretro ni gritó mi nombre, ni nada de eso que pasa en las telenovelas.

El tiempo parecía moverse de forma extraña ahora que estaba en esta forma, etérea, creo que es la palabra, ya que no recuerdo bien si fueron horas o días, pero cuando menos lo esperaba, llegó el momento de ir al panteón, para mi fue de lo más extraño, ver mi cuerpo, o más bien el ataúd que contenía mi cuerpo, caer en ese agujero de tres metros de profundidad. Mi hija, mi nieta y mi yerno abrazados, mi hermosa hija se permitió llorar por segunda ocasión después de haberme encontrado en su baño. Mi pobre nieta era un mar de lágrimas desde el momento en que le dijeron de mi fallecimiento. Al tocar el fondo, los trabajadores comenzaron a echar tierra sobre el hoyo y la gente comenzó a retirarse. Mi hija se quedó frente a la tumba hasta que fue cubierta en su totalidad.

Cuando salimos del cementerio nos dirigimos a casa, y mi miedo volvió a surgir, ya no había nada que la distrajera, y conociendo lo organizada que era mi hija, no se iría sin dejar casa, papeles y pagos en orden, hasta decidir que haría con la casa, así como arreglar cualquier problema que hubiera dejado yo pendiente. Solo esperaba que lo que viniera a continuación no destruyera todo lo que habíamos construido juntas.

Al llegar a casa busqué por cada rincón de la casa y no encontré señales de mi viejito, supongo que después de tantos años estaría viajando por Roma, París o algún otro lugar mucho más interesante que la casa de una vieja que solo limpiaba y veía telenovelas. El problema en este momento era mi hija, después de algunas palabras amables, despidió a mi nieta y yerno en la puerta y los envió al hotel, les dijo que quería recorrer la casa y tomarse el tiempo para dejar todo en orden. Les prometió que regresaría para la cena. Yo era un manojo de nervios, esperando que por algún milagro de la virgencita, no encontrara nada y entonces recordé donde estaba la carta, “estúpida, estúpida vieja senil” me repetía una y otra vez, ahora ya no podía hacer nada al respecto.

Mis transparentes piernas empezaron a temblar cuando mi hija abrió el armario y busco en el último cajón, donde sabía tenía la documentación y papelería importante, después de ver tantas telenovelas y observar como destruyen la vida de las personas un incendio, una se vuelve un poco paranoica, así solo tenía que tomar un sobre y salir de la casa en caso de emergencia.

Mi hija comenzó a sacar todo poco a poco, cada sobre con una palabra escrita: Casa, Hacienda, Cuentas por pagar, Cuentas pagadas. Al final de la bolsa encuentra un sobre que solo dice Teresita, mi hija sonríe y dice para si “hay mamá, tu siempre tan organizada”. Lo primero que hace, para mi alivio, es abrir el sobre de las cuentas por pagar, poco a poco fue limpiando y re-organizando todo, hasta que llegó al sobre que tanto temía, lo abrió sin drama alguno mientras yo me moría de vergüenza, sacó mi testamento, un par de hojas con datos, un acta de nacimiento, la tarjeta de mi abogado y una carta amarillenta escrito con mi puño y letra, alcanzo a leer las primeras líneas por encima del hombro de mi hija antes de darme la vuelta, “Hola mi niña hermosa, si estás leyendo esto es porque he fallecido, y antes que nada, te pido que me perdones, perdóname, porqué debí haberte dicho esto mientras estaba viva…” Para mi sorpresa, a pesar de estar en esta forma fantasmal, sentí ganas de vomitar, al parecer, fuera de estar muerta y enterrada, nada había cambiado, seguía siendo aquella vieja cobarde de siempre.

Mi hija leyó con sumo cuidado las hojas y documentos que contenía el sobre con su nombre, terminó y después de un momento, los volvió a leer, los papeles, las firmas, las fechas, todo. Veo como las lágrimas recorrer sus mejillas mientras yo no podía contener aquella rabia y dolor, grité, grité como no lo había hecho en toda mi vida, “¡Ya, es suficiente! es todo, ya no puedo soportarlo más, reconozco mi pecado, ya pueden llevarme al infierno, pero por favor, ¡detengan este sufrimiento ya!” Mi hija se levantó de la cama con la misma entereza que había demostrado los últimos días, tomó el sobre con su nombre y todos los papeles que este contenía. No podía seguirla, no quería, me quedé tirada en aquella recámara y algo tiró de mi estómago, como una cuerda que me jalaba gentilmente, sin arrastrarme, como si flotara, caminaba sin querer caminar hacía donde no quería dirigirme. Mi hija ya estaba en el coche pegada a su celular, para cuando aquel tirón me dejó en el asiento a su lado, la escuché decir “voy para allá…” Así que esto es el infierno, pensé, soportar tu mayor pecado día y noche por el resto de la eternidad.

Llegamos a las oficinas de mi abogado en minutos, para mi ya no era opción si quería o no escuchar, me resigné y caminé junto a ella. Mi hija simplemente dijo “¿es verdad?” mostrándole los papeles. El abogado suspiró y dijo “Doña Teresita debió habérselo dicho, lo platicamos varias veces, le insistí, pero ella se negaba, pensaba que la odiaría. Supongo que ahora ya no importa”. El abogado abrió la caja fuerte detrás de su escritorio y de una torre de sobres, saca uno que yo había visto cientos de veces. Se lo da a mi hija y le dice, “por lo demás, no se preocupé, su madre era muy organizada, todo está en orden, legalmente hablando, le dejó todo a usted: la casa, la cuenta del banco, los terrenos, todo”. Sin embargo, mi hija hizo a un lado el sobre que le ofrecía el abogado y dijo “quiero saber el nombre y la dirección”, el abogado la observa, y de forma casi mecánica le responde “¿estás segura?” A lo que ella solo asiente. Mi corazón se fue al piso por segunda ocasión en apenas una hora, no podía dejar de sentir ese vacío en mi pecho “mi niña, mi pequeña y hermosa niña, ¿qué estás haciendo?”. De la misma caja fuerte, el abogado saca un maletín con combinación, lo abre, busca durante un momento y le ofrece un sobre cerrado a mi hija, ella lo abre, lee y después de unos segundos le dice al abogado con la voz un poco quebrada, “¿la conocía? fue algo que ella buscó…” , el abogado la observa y le dice, “Si. La conocía, de hecho trabajaba para ella. Cuando se enteró de lo que ella quería hacer, me dijo que no lo podía permitir, ella… le salvó la vida”. Observo al abogado furiosa, no podía creer que se atreviera decir aquellas palabras, no a ella. Mi hija lo observo y dijo, “Lo se, pero creo que esto merece algo de justicia, ¿no cree?”. El abogado apenas y sonríe con la comisura de los labios y le da la mano. Sale de las oficinas, se sube a su auto, vuelve a mirar el papel, lo guarda junto a los demás y enciende el motor.

Aunque el tiempo parecía no tener gran importancia en este momento, pocas veces un trayecto me había parecido tan largo, más bien eterno, la curiosa sensación que sentía en donde antes estaba mi estómago, era cada vez más extraña; ansiedad, mezclada con ese hueco que sientes cuando el miedo te invade y te quedas paralizado, no puedes hablar, no puedes correr, no puedes hacer nada. Sin embargo, ahí estaba, observando a mi hija pasar por un momento que no le hubiera deseado al peor de mis enemigos, y aunque sabía que no me podía escuchar, comienzo a hablar: “hija, se que no fui honesta contigo, lo siento, nadie se merece pasar por lo que estás pasando”. Me invadió esa horrible sensación que tienes cuando quieres llorar, pero no puedes, sientes que te desgarras por dentro, pero el desahogo que te producen las lágrimas al recorrer tus mejillas nunca sucede. Entonces el auto se detuvo.

Mi hija observa la casa por un momento, ahora yo tenía que ser testigo muda de todo esto que me estaba rompiendo el corazón en pequeños y dolorosos trozos desde que tuve la mala fortuna de morir. Mi hija baja del auto y camina hacía la puerta, “no puedo, no puedo, por favor, no me hagas presenciar esto, por favor, te lo ruego diosito lindo”, pero al parecer las plegarias no sirven para nada, porque siento de nuevo aquel tirón en mi estómago y no tengo más remedio que estar al lado de mi hija cuando la puerta se abre.

Después de tantos años, no ha cambiado mucho, claro, tiene arrugas, pero es la misma mujer conocí hace más de treinta años. “Si, dígame” le dice a mi hija, que con aplomo, le pregunta por el nombre de una mujer “soy yo”, le dice, “en que le puedo servir”, mi hija, comienza a hablar y siento como mi miedo es un fuego que empieza a consumirme por dentro, cierro mis ojos para no ver los abrazos, los llantos, y todo lo que procede en estos casos, pero en lugar de ello, escucho la voz de mi hija: “hola, solo he venido a darle las gracias señora; gracias, por haber abandonado hace 35 años a una niña que no quería; gracias, por haberla dejado en manos de la más hermosa y bondadosa de las mujeres; gracias, por haberle dado a esa mujer la oportunidad de ser la mejor de madre que una niña pudiera haber deseado”. En ese momento abro los ojos y veo a la mujer en el umbral de la puerta dando un paso hacía el frente y abriendo la boca, pero mi hija al mismo tiempo da un paso hacía atrás y le dice “No, no vine a pedirle, exigirle o recriminarle nada, el hecho de que me haya tenido en su vientre por nueve meses no le da derecho a nada, mi madre, mi verdadera madre, me tuvo 35 años en su corazón, eso es lo que en verdad importa”.

Me doy cuenta que estoy sonriendo y llorando, cuando de pronto, una luz aparece al final de la calle, y una presencia a mi lado me llama, una cara angelical y una voz familiar me dice: “Hola mi viejita. Es hora de irnos”, veo con lágrimas en los ojos a mi hija, mientras se aleja de aquella casa y aquella mujer, para volver a su coche y seguir con su vida. “Si viejito, es hora” le digo, mientras una paz recorre mi pecho, una paz que jamás pensé llegar a sentir en vida. Mi viejito me toma de la mano y caminamos juntos a la luz.

 

En México existen 657 casas hogar, distribuidas en todo el territorio, dedicadas a proteger a menores sin padres y autorizar adopciones de niños. De acuerdo con la Unicef, México es hoy el segundo país en América Latina donde existen más niños huérfanos: más de 1.5 millones de niños están en esta situación.

Fuente: El Financiero

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