Hace unas semanas, circuló por WhatsApp un artículo en el que describía como -a través de estas tres generaciones- pasamos del “padre” (al que se le hablaba de usted, se le temía y nos dominaba con la mirada) al Papi y Pa’ (al que, según esa nota, se le “ninguneaba” en un fallido intento de relación cercana).
Vi comentarios a favor, muchos, dando la razón y añorando esos “buenos tiempos” en donde las cosas eran mejores y había más respeto a los progenitores.
Permítanme decirles que difiero.
Hace un par de días estábamos en familia reunidos en la mesa a la hora de la comida, y mi hijo menor, Diego, de 6 años, intentó pararse para irse a jugar en cuanto terminó de comer. Obvio lo detuvimos.
Le dijimos lo esperado: Debía permanecer sentado, acompañarnos, interactuar, conversar y esperar a que el resto hubiéramos terminado. Así son las reglas.
Diego tiene 6 años y muuucho temperamento.
Su cuestionamiento era válido, “Quiero ir a jugar, quedarme en la mesa me aburre ¿por qué tengo que esperar?”
Teníamos dos caminos:
El clásico de la “era del padre y la madre” -ya saben- sacar del cajón aquello de “porque es una orden, porque yo mando, porque si, siéntate y cállate, siéntate o te castigo” y el largo etcétera que se les pueda ocurrir, con argumentos poco lógicos y si, muy autoritarios.
O, el que en casa consideramos el camino de “papi/mami o pa’/ma’”, en el que se razona con diálogo lógico, argumentado y sustentado.
Y es que nosotros estamos convencidos de que los peques son seres pensantes y que les construye más el darles herramientas para que ellos -por convicción- aprendan a tomar buenas decisiones en lugar de que aprendan a “ser obedientes” por temor a las represalias. (Si quisiera tener seres obedientes hubiera podido adoptar chimpancés)
Pero tengo un par de seres humanos maravillosos bajo mi custodia así que mi responsabilidad es formarlos.
Diego estaba contrariado, molesto, en la raya del berrinche.
Hice un esfuerzo consciente por que por más crianza positiva que me quiera aventar, soy humana y tampoco soy de palo, eh?
“¿Por qué tengo esperarme aquí?” – Seguía reclamando mi hijo, enojadísimo porque no lo dejábamos ir a jugar.
Pero respiré profundamente, agarré paciencia y le dije la verdad mientras le extendí los brazos en un intento de que se acercara a mí.
“Porque te amamos y nos interesas amor mío. Porque la infancia es la época en la que podemos y debemos construir puentes sólidos de unión y comunicación entre nosotros. Porque ahorita es cuando debemos aprender a dialogar y conocernos.
Imagina que tú estás de un lado de una montaña y nosotros del otro lado. Platicar y convivir es como construir un puente para estar siempre cerca y unidos y ahorita es el tiempo de hacerlo.
Cuando crezcas y entres en la adolescencia o juventud, vas a querer demostrar tu independencia, vas a querer sentirte grande y vas a pasar por etapas en las que vas a querer agarrar un martillo y destruir el puente.
Si no lo construimos fuerte fuerte ahorita, en el futuro lograrás destruirlo y te sentirás solo e incomprendido al crecer.
En cambio, si el puente es fuerte, aunque lo golpees no se destruirá”
Mi hijo ya había dejado el conato de berrinche y estaba caminando hacia a mí, se acercó tímidamente y me abrazo abriendo los ojos bien grandotes mientras seguía hipnotizado poniéndome atención. Aproveché para continuar mi explicación…
“Si ahorita que eres aun un niño no aprovechamos para platicar mucho, para saber que te gusta, como te fue en la escuela, que piensas y que sientes, entonces cuando seas más grande va a ser muy difícil platicar y convivir y me reclamarás que no te conocemos, que no sabemos nada de ti, que no entendemos tu vida y no te sentirás feliz”
A estas alturas su cara ya no era de berrinche, estaba tranquilo y abrazándome con mucha fuerza.
“Por qué voy a querer destruir el puente?, ¿Por qué le voy a pegar con un martillo?” -Me preguntó después, algo preocupado.
“Pues porque son etapas de la vida cariño mío y cuando vas creciendo muchas veces quieres demostrar que eres independiente y crees que no necesitas de mamá y papá” – Le dije mientras recordaba mi propia época adolescente.
“Yo no quiero destruir el puente nunca mami” – me dijo con una voz que derretía de ternura a cualquiera.
“Pues convivamos amor, siéntate y platiquemos, acerquémonos mucho ahorita que es más fácil, así cuando seas adolescente seguiremos cerca y será más fácil, ¿te parece?”
No necesité que me dijera que si. Mientras le decía estas últimas frases, él ya me había dado un fuerte abrazo, un besote y había regresado sonriente a sentarse en la mesa.
Continuamos los cuatro platicando animadamente sobre nuestro día como por 15 minutos más.
Mi hijo me había entendido. Mi hijo había decidido convivir. Mi hijo había regresado a la mesa convencido de que eso es lo que él quería hacer. Mi hijo me había abrazado llamándome mami.
Momentos de gloria.
Y por esos momentos es que me resisto y no, no quiero ser su madre. No quiero ser temida, lejana, gritona, amenazadora, obedecida. Eso no lo convierte a él en un mejor ser humano.
Prefiero ser cercana, entendida, amorosa, facilitadora de lógica, transmisora de experiencias de vida, formadora de dos maravillosos seres humanos. Su mami.
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