Estando en una convención en Playa del Carmen, deambulando por el hotel, mi esposo y yo vimos a un invidente con ese peculiar bastón que usan. El señor portaba el uniforme del spa, eso nos llamó la atención y seguimos sus pasos con interés por un rato.
Traigo una contractura en la espalda que me ha molestado en los últimos meses, ya había ido a tomar un masaje, pero quería darme otro así que acudí al spa y pregunté por el señor invidente. Masajes me he dado muchos, pero nunca me había atendido un hombre, quise probar suerte primero para dar trabajo a una persona con esa condición y segundo porque aposté a que al no tener desarrollado uno de los sentidos, los otros se desarrollan más, entonces seguro sus manos serían mágicas.
Hice la cita y llegué gustosa y algo nerviosa al spa, sería la primera vez que un hombre me diera un masaje de relajación. Me pasaron a que me cambiara, después al área de espera donde mi terapeuta vendría por mí.
Confieso que sentía curiosidad de ver cómo se desarrollaría la experiencia. Después de esperar unos minutos llegó por mi Joel. Un hombre de estatura mediana, cabello entrecano, de tez morena, de unos 45 años aproximadamente. Venía acompañado de una terapeuta que le indicó el camino hacia mí, yo me puse de pie y le dije: “buenas tardes”.
Desde ahí vi que empezó a guiarse por mi voz, aunque la compañera siguió caminando con nosotros hasta que me indicaron la cabina en la que entraríamos.
Joel con todo profesionalismo y dominio del lugar me indicó donde podía poner mi bata, las chancletas y como debía recostarme en la camilla. Se salió unos minutos y entró de nuevo a empezar con la terapia, pude comprobar que es muy bueno en su trabajo. Diferente a otras ocasiones, ahora no quería quedarme dormida, quería saber muchas cosas de mi terapeuta y también quería saber cómo había dejado de ver. Comencé a entablar una conversación y me contó que no nació ciego, se quedó ciego por una enfermedad degenerativa: “Retinitis pigmentosa”, me compartió cómo fue dejando de ver poco a poco, hasta que hace diez años perdió la vista totalmente.
Para ese tiempo él ya era fisioterapeuta, había estudiado la carrera y se dedicaba a dar terapias en Ciudad de México, de donde es originario. Después se fue a vivir un par de años a los Ángeles y finalmente tiene casi tres años viviendo en Playa del Carmen y trabajando en este spa junto con Román y Alberto, los tres invidentes. Me contaba cómo fue difícil entrar y lo competitivo que puede ser conseguir un trabajo de este tipo en Playa. Admiré su valentía para, a pesar de tener a su mamá y ocho hermanas, vivir solo e independiente, haciendo una vida normal, cocinando, lavando ropa, pagando sus cuentas.
Le pregunté las diferencias entre los países (Estados Unidos y México) para tener una vida normal siendo invidente. Me contaba cómo en Los Ángeles los supermercados tenían una especie de “car pool” que si comprabas arriba de cien dólares de súper te llevaban y traían con todas tus cosas, facilitando muchísimo la tarea con personas que te apoyan haciendo las compras dentro del supermercado y acarreando todo del coche a tu casa.
Aquí en México tiene que pedir un taxi, a veces no se dan cuenta que es invidente y de repente le dicen que ya llegaron, que solo cruce la avenida y ¡listo!
Tiene que darse a la tarea de explicar que no puede cruzar calles, que necesita que lo dejen en la puerta. Una vez que logra bajarse en la puerta hay que conseguir un buen samaritano que lo lleve hasta servicio a cliente, una vez ahí le asignan una persona que lo guíe por el súper, esperar al acompañante puede tomar hasta media hora, ya que termina la tarea de surtir su despensa hay que salir y conseguir a alguien que se compadezca y pare un taxi para él, tarea que a veces puede tomar mucho tiempo y que, al no encontrar con facilidad el ayudante en cuestión, hay ocasiones donde abandona la misión porque ya tiene que irse y hay que conseguir de nuevo alguien que quiera ayudar para conseguir la transportación a casa. Toda esta odisea tiene que vivirla cada vez que va a surtir la despensa, para Joel ese acto es una proeza.
Le pregunté si sabía de más hoteles en la zona que tuvieran trabajando en sus instalaciones a invidentes, me dijo que no, que esta oportunidad la había conseguido a través del gobierno del estado de Quintana Roo, que había conseguido estas plazas para ellos y que diariamente luchaba por mantener su trabajo.
En México, en el último dato que hay sobre la población de ciegos o débiles visuales en 2010, se tenían contados un millón 300 mil.
¿Qué hacemos como sociedad para ayudarlos? ¿Qué hace el gobierno? ¿La iniciativa privada? Todos desde nuestras trincheras ¿Cómo ayudamos?
Nunca me había tocado que un invidente me diera algún tipo de servicio, me hizo reflexionar mucho, primero que nada que damos por hecho todo, que incluso cuántas veces nos quejamos de ir al súper a surtir la despensa, ¿qué necesitamos para hacerlo? ¡Solo dinero para pagar! Porque lo demás que se ocupa ya lo tenemos.
Pensé en que nos falta valorar y ser agradecidos, si tenemos los cinco sentidos funcionando todo es mucho más fácil, no debemos darlo por hecho, debemos agradecer y disfrutarlo.
Otra cosa que me movió fue el pensar: “Y yo, ¿Qué tanto volteo a ver a los de junto? Si hubiera algún invidente necesitando asistencia para tomar un taxi, ¿Lo vería? ¿Será que observo suficiente? ¿Será que me doy cuenta si alguien cercano a mí en la calle necesita ayuda o asistencia?”
En este diario vivir donde el reloj me invita a correr todo el tiempo, hay momentos en los que dejo de ver a mi alrededor y dejo de percibir lo importante que es compartir con los demás, creo que es hora de hacer conciencia, por lo menos hoy me quedo tranquila por haberle dado trabajo a alguien que lo necesita mucho. Aprovecho para invitarlos a dar trabajo a estas personas, algunos están súper preparados como Joel ¡que es un fisioterapeuta maravilloso! Cuando tengan oportunidad de elegir, denles la oportunidad.
Leave a Reply