Dedicado a mi coach Ricardo Aguilera Venegas “El Profeta” (QEPD)
El mejor deporte que existe es la natación. Nadar es el ejercicio más completo pues es aeróbico y anaeróbico. Además, implica un gran desafío: enfrentar el silencio que se vive bajo el agua mientras nadas y que no deja otra opción más que entrar en diálogo con uno mismo, o simplemente, dejar de pensar.
Aprendí a nadar desde muy pequeña. Los veranos eran mi época favorita del año porque mi equipo, que se llamaba “Aqua Mundo”, participaba en competencias municipales, regionales y en ocasiones estatales. Aunque era un equipo pequeño, jamás tuvimos miedo de enfrentar a los más grandes; muchas veces logramos campeonatos.
El ambiente en aquellos campeonatos era totalmente familiar. Desde muy temprano llegaban a la alberca los participantes acompañados de sus papás, hermanos y hasta abuelos. Los familiares ocupaban las gradas esperando la participación de su nadador favorito, mientras los competidores esperaban su turno reunidos con sus equipos.
¡Realmente se vivía el espíritu deportivo!
Las competencias se realizaban bajo las normas establecidas por la Federación Mexicana de Natación a través de las asociaciones afiliadas a las que pertenecían los equipos. Dentro de los reglamentos se establecían, tal como ahora, los lineamientos para las convocatorias, inscripciones, categorías de los participantes, instalaciones, premiaciones, uniformes de los nadadores, etc., lo cual permitía organizar los eventos de una manera justa y estandarizada.
Mi debut en competencias fue en una de las copas más importantes de la ciudad. Los mejores equipos se habían inscrito pues si lograban posicionarse en los primeros lugares obtenían el pase para el resto de las competencias de la temporada, y con ello, la posibilidad de llegar al campeonato estatal.
Entonces llegó mi turno en el primer ‘heat’ de la rama femenil más pequeña: éramos ocho niñas de la categoría 7 y 8 años las que realizaríamos la prueba de 50 metros libres.
Recuerdo que entramos formadas en fila y nos dirigimos al banco de salida para empezar a calentar previo a la competencia. De repente sentí todas las miradas del público sobre mí y me di cuenta de que todos me observaban con atención dejando escapar una leve sonrisa, pero no lograba entender por qué. Miré a los lados para ver a mis compañeras buscando una pista del revuelo de los asistentes, pero en ese momento no encontré nada en particular.
Ahora lo sé. Resulta que de todas las nadadoras yo era notablemente la más pequeña, pues ¡solamente tenía 5 años de edad! Pero además del detalle de la estatura, era imposible dejar de mirarme porque en lugar de usar el traje de baño que normalmente se utiliza para practicar la natación… ¡yo usaba un bikini dorado!
Tiempo después me contaron que cuando supe que habría competencia le insistí a mis papás y a mi entrenador para participar. El problema era que a esa edad no había categoría para hacerlo. Aun así, mi coach habló con las autoridades deportivas que organizaban el evento, quienes hicieron una excepción y me permitieron participar en la categoría inicial.
¿Y por qué usaba bikini? La respuesta es tan simple como lo es la de cualquier niño a esa edad: ¡porque me gustaba! Recuerdo que como buena preescolar me aferré a usarlo y, aunque nunca pregunté, creo que también en eso los jueces hicieron una excepción pues el reglamento seguramente indicaba que tipo de ropa era permitida utilizar.
Como la más profesional de las competidoras, ese día me coloqué frente al banco de salida y empecé a calentar piernas y brazos. Era la primera vez que estaba frente a una alberca semi olímpica (25 metros de longitud, 12.50 de ancho), no me atemorizó. Fijé la mirada en el azul transparente del agua, que desde entonces me provoca un sentimiento de paz, y no recuerdo haber pensado nada más.
Entonces el juez de salida dio la señal de tomar posición. Escuché el silbatazo y las ocho nadadoras nos lanzamos al agua. Nadé con todas mis fuerzas dando patadas y brazadas lo más rápido que pude. Al tomar aire, a lo lejos escuchaba las porras y el silbido de mi entrenador que indicaba que ya iba llegando a la meta. Recorrí los 50 metros y cuando dieron el toque de llegada y los cronómetros se detuvieron, el asombro de todos fue que la niña del bikini dorado y estatura inferior ¡había llegado en primer lugar!
Salimos de la alberca y nos retiramos ordenadamente pasando frente a las gradas. El público empezó a aplaudir. Nunca supe que era a mí a quien aplaudían pues a casi nadie conocía de quienes estaban ahí sentados. Eso sí, cuando me reuní con el equipo celebramos mi gran hazaña, finalmente había competido.
Ese verano y el siguiente seguí participando en competencias usando mi bikini y obteniendo medallas. Según supe después me permitieron utilizarlo hasta que tuve la edad suficiente para competir de manera oficial en la primera categoría. Supongo que antes de eso no se violaba ninguna regla, pero lo considero como un muy buen gesto por parte de las autoridades deportivas y de mi entrenador, quienes buscaron la manera de incluirme en competencias a tan corta edad y que fueron flexibles con el traje de baño.
Por muchos años más seguí participando en copas deportivas con muy buenos resultados. No sé si el bikini dorado fue una especie de amuleto y tuvo algo que ver con la serenidad y tranquilidad que sentía al competir.
¿Por qué no me puse nerviosa cuando me di cuenta de que era a mí a quien veían?, ¿cómo fue que no me afectó estar en desventaja por la estatura frente a mis competidoras? A veces me respondo pensando que seguramente mi atención solamente estaba en dos cosas: usar mi bikini y nadar.
Cuando se acerca el 30 de abril y los medios de comunicación nos bombardean con la importancia de cuidar a los niños y las niñas, suelo acordarme de esta anécdota y siento una enorme responsabilidad por tratar de crear lindos recuerdos y aprendizajes similares para los niños que tengo a mi alrededor.
Aquél verano espectacular mis papás, las autoridades deportivas, los entrenadores y los espectadores, le permitieron a una niña de 5 años aprender una lección para la vida: “No importa la diferencia en edad, en circunstancias o en atuendos cuando se quiere lograr una meta, siempre que se tenga el suficiente valor para luchar por ella”.
Autora: Pamela Bermea
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